Pasó junto a mí rozándome con su túnica morada, caminando rápido y solemne, como una sombra muda y anónima avanzando con paso decidido y resuelto hacia su cita anual con la memoria. Apenas vaciló un instante antes de abandonar la penumbra de nuestro portal, como para acostumbrar sus ojos a la claridad limpia de abril.
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Sé quién es. Nos hemos cruzado muchas veces en la calle, en el ascensor y en el garaje. No hemos hablado mucho, pero sí lo suficiente para saber que es un vecino cómodo, una persona erudita, con ideas claras y mente despejada, irreligioso, aunque hoy es un hombre distinto.
Hoy no hay gestos, ni palabras, ni saludos. Dentro de unas horas será
solamente un costalero anónimo portando la efigie de un Cristo Crucificado en
la procesión de una de nuestras cofradías. Nadie que no haya estado en las
trabajaderas, juntando sus hombros y su esfuerzo con otros como él, sabe hasta
qué punto se comparte ahí abajo la experiencia del dolor y el sufrimiento.
Esto es nuestra Semana Santa: ni un rito atávico ni un
aquelarre de fundamentalismo religioso, sino el reencuentro, en la armonía de
la primavera, de un pueblo con el paisaje moral de sus sentimientos y de su
conciencia, de sus pasiones y de sus emociones. El reencuentro con el Hombre.
Es la gran fiesta del perdón, la cita del pueblo con la
memoria, preservada a través del tiempo por una simbología
de devastadora potencia emotiva y bellísima sensibilidad estética, que nos
vincula con la necesidad de la indulgencia. Un ritual profundamente enraizado
en la religión y en la ética, en esa dimensión social de la penitencia, el
amor, la compasión y la piedad.
Los mismos valores del Hombre cuya figura crucificada y
moribunda pasea estos días por nuestras calles. Del Hombre que, al perdonar a sus
enemigos porque no saben lo que hacen, dejó abierto el poder de la misericordia
incluso para los que sí lo saben.
JACATIMES
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