Desde que Charles Dickens publicara Canción de Navidad en diciembre de 1843, la literatura navideña quedó marcada por un molde reconocible: fantasmas, culpas, redención y una pregunta moral que cada época vuelve a formularse, capaz de adaptarse a los miedos y tensiones de cada generación.
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El viaje de Scrooge
—del egoísmo a la empatía— sigue siendo el corazón del relato navideño moderno.
No es tanto el miedo al castigo como el descubrimiento del dolor ajeno lo que
provoca su transformación. Dickens volcó en este personaje parte de su propia
biografía: la infancia marcada por la pobreza y la ausencia paterna, la
conciencia social y la certeza de que el futuro solo puede cambiarse si se
aprende a mirar atrás.
Ese legado ha sido
reescrito muchas veces. Paul Auster, en El cuento de Navidad de Auggie Wren,
trasladó la idea de la ausencia y la memoria a una esquina de Brooklyn
fotografiada día tras día, como si fijar el tiempo fuera una forma de
salvación. Truman Capote, en Un recuerdo de Navidad, sustituyó los milagros por
rituales mínimos y convirtió la fiesta en un ejercicio de memoria íntima,
marcado por la pobreza y la complicidad.
La tradición no es solo
anglosajona. En la literatura española, Emilia Pardo Bazán utilizó la Navidad
como escenario para examinar desigualdades y convenciones sociales, mientras
que Bécquer, en Maese Pérez el organista, fundió música y Nochebuena en una
escena casi mística. Al otro lado del Atlántico, Juan José
Arreola —Sueño de Navidad—, mostró que la Navidad
también puede ser inquietante, un territorio donde la infancia y el miedo
conviven.
Vistos en conjunto,
estos relatos confirman que la Navidad literaria es mucho más que un género
estacional. Es un espacio de sombras y revelaciones, donde cada reescritura
vuelve a plantear la misma pregunta esencial: qué hemos perdido, qué podemos
reparar y hasta dónde llega nuestra capacidad de mirar al otro. Por eso, año
tras año, el cuento de Navidad sigue vivo.
MARGARITA / JACATIMES




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