Nacida entre ritos celtas y templos romanos, la noche de Halloween guarda un origen mucho más antiguo y misterioso que las calabazas y los disfraces. Era el momento en que los muertos podían volver a la tierra y los vivos les ofrecían viandas para satisfacerlos.
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| ABC / Recreación del Samhain |
Hace más de dos mil años, los pueblos celtas celebraban el Samhain,
el paso del verano al invierno, entre el 31 de octubre y el 1 de noviembre.
Creían que en esa noche las fronteras entre vivos y muertos se abrían: los
espíritus regresaban, los demonios vagaban y las hadas revoloteaban. Para
apaciguar a los malvados, se dejaban alimentos en las puertas, un gesto que
siglos después inspiraría el famoso truco o trato.
En Roma, una creencia similar se vivía con el mundus
patet —el “mundo abierto”—, días en los que se destapaba el portal que
conectaba a los muertos con los vivos. Los antiguos temían a los larvae
y maniae, espíritus descritos como esqueletos horribles que podían
enloquecer a los humanos.
La Iglesia cristiana, consciente del arraigo de estas
fiestas paganas, fijó el 1 de noviembre como Día de Todos los Santos en el
siglo VIII, buscando sustituir los antiguos cultos. Así nació también su
víspera, All Hallows Eve, que acabaría dando nombre a Halloween.
Desde Europa hasta América, la festividad perdió su carácter
religioso y recuperó el tono pagano: el miedo, los fantasmas… La inmigración
irlandesa la llevó a Estados Unidos, donde el cine y la cultura popular la
transformaron en la fiesta de las calabazas, las brujas y los sustos que hoy
conquista el mundo entero.
MARGARITA / JACATIMES




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