Cuentan los viejos montañeses que el fondo de los ibones está habitado por unos seres femeninos de origen mitológico, las hadas o fadas d’os ibons, como se dice en la antigua fabla aragonesa. Esta es la leyenda de uno de ellos.
ARCHIVOJT |
Hace ya muchos años, en un hermoso pueblecito cercano a la
frontera con Francia, vivía Damián, más conocido como el cucharero, por su
habilidad para fabricar con su navaja, utensilios en madera de boj o buxo. Era
hombre de montaña, un poco hosco, escaso en palabras y hábil en recursos,
obligado a sobrevivir al duro clima de las cumbres y a las difíciles pruebas
que le imponía su poco amigable hábitat. Formaba parte del grupo de pastores
trashumantes de la comarca. Cuidaban del ganado en los pastos altos y
descendían a las tierras llanas en cuanto asomaban los primeros fríos.
Ese año, Damián había sido padre de un niño. Cuando marchó
al llano el invierno anterior, su mujer, con una sonrisa pícara, le había
prometido que, al regreso, encontraría “nuevo ganado”. Nunca imaginó que se
refería al ereu, el heredero de su humilde casa. Al volver, se encontró con una
hermosa criatura a la que pusieron de nombre Fabián, como su abuelo.
Los meses pasaron rápido y, cuando quiso darse cuenta, el
invierno volvió a ocupar su lugar. Había invertido muchas horas tallando
docenas de cucharas, cazos y cucharones que pretendía vender recorriendo los pueblos
aledaños, y ganar así el dinero necesario para sobrevivir a la estación
invernal. Pero llegó el 24 de diciembre y Damián había vendido muy poco, de
modo que decidió pasar a Francia y probar suerte allí.
Partió aquella fría mañana de la Niubuena sin atender los ruegos de su mujer y su suegra. No creía en historias de biellas. Había escuchado muchas veces que, en los ibones del puerto, habitaban seres malignos que acababan con los caminantes que se atrevían a pasar por allí en aquellos días mágicos del solsticio de invierno. Sabía que el verdadero peligro, cuando se anda por las cimas, consiste en no reconocer a tiempo las crepas o grietas en el hielo, bajo la nieve, como le pasó a su hermano.
En el país vecino le fue bien. Logró vender una buena parte
de su mercancía, pero esperaba algo más y apuró el tiempo todo lo que pudo,
hasta que comenzó a anochecer. Conocía bien el camino y confiaba en las
estrellas, como lo había hecho en tantas otras noches de pastoreo.
Sin embargo, esa noche, la cima del puerto le sobrecogió. La
nieve amortiguaba el sonido de sus pasos, el viento estaba en calma y el
silencio era absoluto hasta que, de pronto, escuchó la voz. Miró hacia la
superficie brillante y negra del ibón. Allí no había nadie y, sin embargo, los
sonidos venían de allí. A la primera voz se unieron otras, todas de mujer.
El
coro entonaba una melodía extraña y bellísima a la que se iban uniendo nuevas
notas, acordes imposibles y misteriosas resonancias. En seguida, su nombre
formó parte de aquella suave armonía, de aquellas sibilinas y engañosas voces
que le llamaban:
—Damián,
Damián, ven, ven… —resonó en
la cumbre del puerto.
Le temblaba todo el cuerpo. Dejó resbalar el morral y comenzó a caminar hacia el ibón, atraído por una fuerza irresistible y fascinante. El hechizo de las fadas volvía a elevarse por encima de las aguas heladas, de la nieve y de las cumbres, y su poder, venido de otros mundos y otros tiempos, arrancaba de la vida al pobre Damián. La profundidad del ibón fue su tumba.
Pasados los años, todas las Nochebuenas, un joven montañés llamado Fabián, sube al puerto y arroja una rama de boj, de bucho, a las cristalinas aguas del ibón.
FG / JACATIMES
0 Comentarios