La montaña, imponente, recorta contra el cielo la belleza de sus cumbres. Miras a lo alto y, a cada instante, la perspectiva cambia el paisaje. Aquel picacho, que antes parecía la quilla solitaria de una nave, es ahora una pirámide gigantesca o, desde otro punto de vista, el perfil inmaculado de una diosa.
Al igual que nuestra fabla y nuestras más ancestrales
tradiciones, la mitología aragonesa buscó refugio entre las nevadas alturas y
los ibones y valles del Pirineo. Allí se conservó de padres a hijos, hasta que
la televisión acabó con el hechizo de las largas veladas de invierno y la vida
moderna astilló las “cadieras” y apagó para siempre el fuego de los hogares.
Anayet y Arafita eran los dioses más pobres de la montaña.
Su trabajo consistía en procurar alimento para las criaturas que poblaban aquel
rincón pirenaico. Eran felices porque, además, tenían un tesoro que no
cambiarían por todas las riquezas del mundo: su hija Culibilla, una pequeña diosa
a la que el cielo había adornado con todas las gracias imaginables, entre las
que destacaban, sin duda, el candor, la bondad y la belleza.
Su cariño y mejores afectos eran para las humildes y
laboriosas hormigas con las que Culibilla mantenía largas conversaciones en un
milenario lenguaje que solo ellas entendían. Eran tantas, que la diosa decidió
bautizar a aquella montaña con el nombre de Formigal, para júbilo y regocijo de
todas las hormigas que lo poblaban.
Los días de bucólica paz acabaron cuando Balaitús se enamoró
de Culibilla. Era Balaitús un dios fuerte, poderoso y temido por todos los
demás dioses del Pirineo. Él amasaba las terribles tormentas que asolaban los
valles y, en su ira, fraguaba los rayos capaces de destruir todo lo que se le
antojara. Su furor llegaba a estremecer los cimientos de la cordillera.
¿Cómo iba a ser feliz la delicada diosa con aquel bruto? Lo
rechazó en mal momento, porque el desairado Balaitús, primera vez que no
colmaba sus deseos, juró raptarla y llevársela consigo para siempre. Anayet y
Arafita temían su ira, pero ¿qué podían hacer, desamparados, para defender a su
dulce hijita?
En tres zancadas, se presentó Balaitús ante Culibilla,
decidido a cumplir su amenaza. Las montañas contemplaban la escena
desconcertadas y atónitas, sin posibilidad de ayudar de algún modo a la
desgraciada diosa.
Dice la leyenda que, al verse perdida, gritó: “¡A mí las
hormigas!”. Millones de hormigas blancas acudieron en socorro de su amiga, cubriendo a
Culibilla de tal modo que, mimetizada contra el fondo blanco de la nieve,
la hicieron desaparecer ante los pasmados ojos de Balaitús. Mientras tanto,
legiones de hormigas-soldado comenzaron a trepar por las piernas del gigante
asestándole dolorosas mordeduras que acabaron por hacerle huir aterrorizado.
En el colmo del agradecimiento hacia sus amigas, Culibilla
se clavó un puñal en el pecho para guardar dentro, junto a su corazón, a todas
las hormigas que le habían salvado del horror de Balaitús, formándose así el
forau de la peña Foratata.
Desde entonces, no hay hormigas blancas en Formigal.
FG / JACATIMES
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