Ninguna de las montañas que arrugan la superficie de la tierra podría comparar su hermosura con la grandiosa belleza de los Pirineos, la cordillera que cose nuestra vieja piel de toro al continente europeo. Esta es una de sus leyendas.
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En invierno, el tapiz blanco de la nieve afina el abrupto
paisaje pirenaico, transformando picos y cumbres en suaves formas de impoluto
algodón. En primavera, la naturaleza estalla de alegría y viste a las montañas
con colores y tonalidades imposibles, superando con creces nuestra imaginación.
En verano, cimas, crestas y picos se disuelven en el azul del firmamento en un
intento inútil por alzarse hasta el cielo. En otoño, los bosques se tiñen de
oro viejo, primitivo y valioso, como las leyendas del Pirineo.
Esta que voy a contarles es, para mí, la madre de todas
ellas. La inventaron los griegos hace muchísimos siglos, cuando se enmarañaba
la creación del mundo con la lucha de dioses disputándose la posesión de la
tierra.
Hércules había engañado a Atlante con sus malas artes cuando
fue a robar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides, ninfas que
cuidaban de un maravilloso vergel ubicado al norte del país marroquí. Allá
conoció a la más bella diosa de las Pléyades, Pirene, hija de Atlante. La
pretendió como esposa, y la hubiera conseguido porque nada parecía imposible
para él, pero Pirene adoraba a su padre y se juró a sí misma que nunca
consentiría el amor de aquel energúmeno inhumano y atroz.
Desairado el dios en su amor no correspondido, en un
arrebato de cólera partió la tierra con un golpe de su enorme clava o cayado,
dando lugar a lo que hoy se conoce como estrecho de Gibraltar. El agua del
Mediterráneo se precipitó sobre la Atlántida, anegándola y destruyendo el
maravilloso reino de Atlante. La bella Pirene consiguió escapar a la catástrofe
huyendo hacia el norte, para refugiarse en los frondosos bosques de las
montañas que más tarde llevarían su nombre.
Hércules, desorientado, recorría el mundo en su busca. Jamás
renunciaría al amor de Pirene. La noticia llegó a los oídos de la diosa que,
aterrada, incendió los montes, aceptando su propia muerte antes que caer en los
brazos del poderoso y caprichoso dios.
Encontró al fin a la diosa de sus amores. Quiso rescatarla del incendio, pero ya era tarde. Pirene agonizaba, sonriendo entre los estertores de la muerte, feliz de haber logrado burlar al poderoso hijo de Zeus. Jamás, ni ella ni el monte que le dio cobijo, se someterían a nada ni a nadie.
Hércules, por su parte, se juró a sí mismo que aquella
tierra quedaría para siempre marcada con la señal de su amor imposible. Tomó
con infinito cariño a Pirene y la enterró allí mismo y, con sus propias manos,
preparó el colosal mausoleo. Desgajó del suelo las gigantescas rocas y montañas
calcinadas y las fue apilando hasta dejar acabada una inmensa cordillera que
desafía a los cielos y que, para siempre, se llamaría Pirineo, en memoria de la
hija de Atlante, y como símbolo del amor del dios poderoso. Luego, angustiado y
solemne, lo cubrió todo con un sudario blanco de purísima nieve.
De ese Pirineo, forjado en el fuego, la pasión y la fuerza, nacería más tarde una estirpe, una raza, un pueblo heredero de dioses, fantasías y amor a la libertad.
FG / JACATIMES
Dibujos: Leyendas del mundo Ceniza
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